viernes, 24 de julio de 2009

EN LOS BASURALES. (19) Violación, destino de niña pobre

Los pobladores del cono norte viven en permanente alerta porque los delitos contra la propiedad y la seguridad personal son muchos y constantes. El pillaje y la rapiña son diarios. El tráfico de drogas y el de armas no causan sorpresa. Las persecuciones policiales tras los pocos coches que hay por las calles del valle, entre basura y corralones, producen expectación al instante, pero pronto cesa pues es lo de siempre. Al hablar de la laguna próxima a la chacra, los niños evocan historias de miedo, como que apareció un hombre apuñalado en el agua. Arriba, en los cerros, una mujer va escondiéndose de casa en casa. Los trabajadores de la ONG quieren hablar con ella para inscribir a sus hijos en el proyecto, pero no la encuentran. Su hermana dice que el marido acaba de salir de la cárcel, tras cumplir condena por asesinato, y que ha amenazado con matar a su propia esposa, por eso ella se esconde. Los crímenes, los delitos no sorprenden a nadie. Se aprende a vivir con ellos o a considerar culpable, por no ser suficientemente precavido, al que los padece. La vigilancia policial es prácticamente inexistente en la zona. Los agentes sólo aparecen en las persecuciones, cobijados en sus coches.
La violencia es cotidiana y se vive con resignación. Así es como se habla de las violaciones de niñas, como si de un destino fatal se tratase. Desde la propia ONG señalan que a partir de los ocho o nueve años una niña pobre puede ser violada. Como si fuera una costumbre o algo que inevitablemente va a suceder. Cuanto más desprotegida o desamparada esté la niña, más posibilidades hay de que la violación se produzca. Niñas que viven sólo con la madre, la cual se ausenta durante mucho tiempo; niñas que van solas a todas partes; niñas con algún retraso mental o alguna dificultad física. Ahí no acaba lo repugnante: las violaciones pueden ser rentables. La denuncia significa dinero tanto si sigue su curso como si no. Si la denuncia sigue su curso se castigará al culpable y quizá se consiga algo de dinero. Pero también puede ocurrir que el violador ofrezca dinero a la familia de la víctima para que retire la denuncia. En este caso el dinero llegará con más seguridad y rapidez, el violador quedará libre, su delito impune. Cuando la pobreza es tanta, la oferta del violador se acepta. La miseria luce esplendorosa su rostro nauseabundo, la muy miserable.
Aquella mañana de sábado el viento movía los débiles cristales de las aulas, la corriente penetraba por las ventanas rotas. Los pocos niños que asistieron a las actividades recreativas en el colegio amurallado vinculaban aquel viento frío a los amagos de terremoto: “Tengo miedo al temblor”. Eran tan pocos niños que podían repetir su ración de cuáquer caliente y panecillo varias veces. Resulta muy extraño porque a la hora del refrigerio la cantidad de niños se suele duplicar, especialmente los sábados. Los pocos niños venían acompañados de sus hermanos mayores, tías o madres. Se comenta sobre los pocos niños presentes. “Quizá los niños no han venido porque el tiempo es muy desapacible”. Para las acompañantes existe otra explicación. Hay pocos niños en el colegio y en las calles porque no les dejan salir; las noticias de radio y televisión han relatado varios crímenes y violaciones de niños, alguna cerca de la zona. Andan nerviosas y muy pendientes de los chiquillos. El cielo sigue gris muy oscuro. Temblor de miedo.
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jueves, 16 de julio de 2009

EN LOS BASURALES. (18) Niños desolados

En los asentamientos humanos hay niños muy educados, mal educados, pícaros, traviesos, pedigüeños, tímidos y desolados. Existen niños muy bien cuidados por sus familias porque ser pobre no va necesariamente asociado a niños maltratados, ni abandonados ni desprotegidos; sus padres están muy atentos a su salud, educación y honradez. Pero también hay niños pícaros: los que te dicen “ayer te presté tres monedas” y ayer no los conocías; los que venden a otros niños más pequeños una lagartija que han cogido en el camino; los que al terminar las actividades recreativas se despiden y tras darse la vuelta asoman de sus bolsillos lapiceros, borradores y bolígrafos de los que se han apropiado por su cuenta. Por supuesto que hay niños que solicitan a la ONG material escolar educadamente y con suma corrección. Pero otras veces es como si la telepatía fuese infalible. Se tiene pensado ofrecer algo y ellos ya lo han tomado sin mediar palabra. Otros niños son pedigüeños hasta la saciedad aunque no sean los más necesitados. También está el niño (o la niña) que se muere de hambre y no dice nada, no pide ni para mantenerse en pie. Después de verle toda la jornada te enteras -pero no de su boca- de que lleva dos días sin comer. Aguantará y aguantará hasta que llegue la ocasión. Se pone a la cola, como todos los demás, para recibir su vaso de cuáquer y un panecillo. Si hay de sobra, sosegadamente volverá a la cola para repetir. Éste no pedirá para más tarde, ni para mañana, ni para sus hermanos o su madre; otros niños sí lo hacen lo necesiten o no. Los desolados ya tienen el rasgo del tímido, pero su retraimiento ante el entorno, la comunidad y el futuro es aún mayor.
Los niños desolados se relacionan con un par de amiguitos y con sus hermanos. Estos últimos son fundamentales. A veces, el grupo de hermanos es un grupo de desolados. Ellos son la base de unión familiar y de relación con el mundo. Los hermanos desolados se cuidan unos a otros. Si la hermana mayor (o no tan mayor) cae enferma o tiene un accidente laboral (frecuentes los cortes en pies y manos con vidrios y latas), ella no irá al colegio y los hermanos pequeños tampoco porque no tienen quien les lleve; además, se quedarán para cuidarla o para trabajar.
Cuando a los niños de los asentamientos humanos se les pregunta “¿qué quieres ser de mayor?”, responden como casi todos los niños del mundo: “futbolista”. Las niñas dicen actriz, cantante, bailarina. Otros, los menos, prefieren ser doctores, maestros o cosas por el estilo. Los niños desolados no dicen nada, absolutamente nada. La repuesta es el silencio. El silencio es sufrimiento y angustia. El silencio invade el valle y se hace dolor en las gargantas. Es insoportable. La inocente y rutinaria pregunta que se hace a los niños sin ton ni son se vuelve absurda y estúpida. Maldita la hora en que se pronunció. Niños heridos en combate de una guerra sin guerra. Niños sin futuro que caminan sobre montañas de basura sin decir nada, sin esperar nada. Desamparados y solos, únicamente el calor de los que corren su misma suerte: los hermanos.
Los trabajadores de la ONG se encontraron con un grupito de hermanos desolados, les ofrecieron una bolsa de panecillos y unos juguetes que no correspondían a su edad (eran para cuatro años). Al transcurrir los días los niños iban siendo menos retraídos, un poco más parlanchines. El pequeño (siete años aunque parece de cinco porque crece lentamente) halló en la basura una página de una revista con publicidad de un coche. “Tengo tres carros como éste”. No tiene ni uno, ni siquiera de juguete. Era un brillante descapotable rojo. Con sus hermanos y otros niños juega a meterse en un bidón oxidado y vacío. El crío vende lo que recoge para comprarse cualquier comestible en un puesto callejero rodeado de moscas.
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miércoles, 15 de julio de 2009

EN LOS BASURALES. (17) Niña con la cabeza partida a escobazos

El maltrato infantil existe como en cualquier otra parte, pero en los asentamientos humanos son escasos los medios para combatirlo, a pesar de las campañas que de vez en cuando se llevan a cabo. Las maestras piden ayuda tras observar las manos quemadas de los niños o magulladuras en sus piernas y brazos. Si un niño coge una moneda aunque sólo sea para comprarse un chicle, su mano puede ser machacada con una piedra por su propia madre. Las niñas recibirán una paliza si sus hermanos varones menores o mayores se lastiman, se caen o les pasa algo.
Desde que la niña (unos diez años) comenzó a usar sombrero no se lo quita ni de día ni de noche, ni con niebla ni con sol. Bajo el sombrero una gasa, bajo la gasa el color amarillo del desinfectante y una herida. El padre le había partido la cabeza. La niña presenció una discusión entre su padre y un hermano mayor. La niña se enfrentó al padre en defensa del hermano. El padre cogió una escoba y con ella le golpeó la cabeza. La niña cayó al suelo con su cabeza abierta y sangrando a chorros. El padre no sólo no la socorrió sino que, enfurecido, le deseó la muerte. El progenitor abandonó el hogar diciendo que ya no le interesaba esta familia y que tenía otra paralela, otra mujer y otros hijos en otro lugar. La niña fue llevada a la posta médica donde le cosieron su cuero cabelludo. Diariamente utiliza un sombrero para resguardar la herida de la suciedad, el polvo y la contaminación y, de paso, esconder la herida; o quizá es al revés, lo primero es esconder la herida, luego protegerla de tanta porquería.
Nadie lo denunció: ni la madre, ni los trabajadores de la ONG que las acompañaron a la posta, ni los médicos, ni los vecinos que supieron de ello, ni el hermano mayor, ni la niña. Todos conscientes de lo que es para esconderlo, pero nadie para denunciarlo. Y es que no existen mecanismos especiales para que denuncien los niños, ni tampoco la concienciación de los adultos es suficiente respecto al maltrato infantil. Además, en caso de denunciarlo, es posible que tampoco ocurra nada. Todos dudan de la eficiencia de las autoridades debido al elevado grado de corrupción. En los basurales no hay dinero para “poner en marcha” la acción policial.
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lunes, 13 de julio de 2009

EN LOS BASURALES. (16) Niñas lavando desechos de hospital


Los trabajadores de la ONG avanzan sobre los muros derrumbados y los residuos sólidos esparcidos por todas partes: un CD, botellas, radiografías, frascos, recipientes de vidrio. Se aproximan a una casa. Cerca de ella un sofá sucio y destrozado, muebles viejos, garrafas de plástico, gallinas. Muchos bultos apilados al fondo. Próximo a la vivienda, pero sin estar adosado a ella, más bien en medio del corral, un porche, un cobertizo: cinco o seis palos sobre los que han puesto una estera para resguardarse del sol. Debajo, bolsas y más bolsas con residuos rodeándolo todo. Dentro, en la sombra del cobertizo, las niñas en asientos muy bajos. Delante de las niñas varios barreños con agua oscura en la que permanecen en remojo jeringuillas, tubos para muestras o análisis de sangre, frascos de suero, envases pequeños para inyecciones. Las niñas están lavando utensilios de hospital. Estos desechos posiblemente no se reciclan, pero sí se venden para volver a utilizar.

Hay cuatro o cinco niñas, difícil concretar cuántas porque van y vienen. También corretean por allí unos primos recién llegados de la selva. La niña adolescente, o al menos bastante alta, es más estable, permanece todo el tiempo en su asiento. Está lavando los utensilios, silenciosa, sin levantar la mirada de su tarea. Las otras niñas explican lo que hacen. Los objetos, primero, se lavan en un cubo que contiene lejía y, después, se pasan a los otros baldes para aclararlos. El agua está igual de inmunda. Ante la llegada de los trabajadores de la ONG, aparecen los adultos. Conversan, indican los parentescos de los niños, son todos familiares. Los adultos no comentan lo que se ve. La adolescente sigue callada, pero las niñas vivarachas llevan a los trabajadores de la ONG tras unos bultos para que vean cómo en unos cubos o sobre plásticos los utensilios se secan. Los extraños, impactados, se despiden.

Al día siguiente los trabajadores de la ONG llevan una cámara, quieren grabar, quizá para tener un testimonio gráfico, quizá por puro sensacionalismo. Nuevamente atraviesan el muro desplomado sobre la tierra, los residuos (botellas, radiografías, frascos y recipientes esparcidos) y llegan al porche. Se ve lo mismo de ayer: las niñas sobre los barreños limpiando material clínico. Hoy tienen una aguja de hacer ganchillo en cuyo extremo, en el del gancho, han colocado una bolita de algodón. La niña alta sumerge sus manos desnudas en el agua sucia, saca un tubo de ensayo, frota una y otra vez el interior con la bolita de algodón enganchada a la aguja, lo coloca en el agua supuestamente clara del otro balde. Los trabajadores de la ONG saludan, las niñas responden. Este segundo día aparece un adulto joven, fuerte, suspicaz, desconfiado; su saludo deja tensión en el aire. Está vigilante de todo. Hoy silenciosas, las niñas que ayer eran dicharacheras. El temor crece. El mandamás sabe que los extraños saben. Todos están obligados a hacer como que no se ve lo que se está viendo. Los trabajadores de la ONG se olvidan intencionadamente de la cámara, no grabarán; hay que hablar de otra cosa. Explican que hacen actividades recreativas con los niños, les invitan a participar en el proyecto. El temor se va moderando. Convocan a los niños para las actividades de la tarde, queda dicho: a tal hora en tal sitio, adiós.

La adolescente llega rodeada de las otras niñas y más críos; porta un bebé en los brazos, hijo de algún pariente que lo ha dejado a su cargo. Se ha puesto una blusa estampada de flores, lleva unas sandalias de tacón ancho pero alto, de dos o tres números más grandes, el pie resbala, se sale por delante. Se va acercando torpemente debido al calzado y al peso del bebé. Sopla el viento, le despeina su cabello largo recogido en la coleta; la tez morena, quemada. Llegan y saludan. Las niñas pequeñas pronto se integran. La adolescente, parca en palabras, esboza una sonrisa. Da el biberón al bebé mientras ve pasar las manos de otros niños con los rotuladores, las pinturas, las cartulinas, juegos y risas. No se relaciona, sólo con los que la acompañan. Parece más tranquila, sosegada, la mirada perdida a lo lejos vuelve, reposa sobre el bebé en sus brazos y de ahí al suelo. Escucha a los que la saludan, responde con monosílabos, la sonrisa tímida, su mirada triste, la cabeza gacha.

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sábado, 11 de julio de 2009

EN LOS BASURALES. (15) La timidez de los recicladores infantiles.


El trabajo infantil en la segregación y el reciclaje de basura se da de formas variadas, dependiendo de las circunstancias familiares. Así, los niños pueden trabajar en los corralones de su propia familia aprendiendo el oficio en el hogar desde muy pequeños. Los niños, niñas y adolescentes también van a trabajar a los grandes corralones donde son contratadas sus madres, abuelas, tías. El resto, los que no encuentran empleo ni siquiera en los corralones, recolectan los residuos en solitario o acompañados de sus hermanos y madres en diferentes lugares: por las calles de la ciudad, por los escondrijos de los basurales, entre los muros caídos. Algunos chiquillos más osados los extraen de los vertederos, lo cual está prohibido. Después los recolectores venden los desechos que han reunido a los propietarios de los depósitos.

En las mañanas de verano es como si los niños y niñas de los asentamientos humanos hubiesen desaparecido. Trabajan más debido a las vacaciones estivales. A veces hacen algún descanso o les envían a algún recado, entonces se les ve por las calles muy sucios –la cara, los brazos, las manos- y sus ropas son verdaderos harapos –parecen de otro tiempo o venidos de una gran catástrofe. Esto les produce gran timidez y cuando divisan a los conocidos, se esconden o se limitan a saludar de lejos. Son las ropas viejas, destrozadas, andrajosas que se ponen para trabajar y de este modo preservar otras prendas mejores. Estas últimas son las que visten a la tarde, cuando ya se han lavado y salen a la calle mostrándose mucho más simpáticos, afables y risueños.

Los niños y niñas de los corralones familiares comienzan segregando residuos desde pequeños (cinco, seis años), cuando son algo más mayores (nueve o diez) van aprendiendo a limpiar los materiales. Además de separar plásticos, vidrios, cartones y metales, ya se dedican, por ejemplo, a pelar botellas, arrimándolas a la candela para que se ablanden las etiquetas. Los niños padecen los duros inconvenientes de su trabajo. Los más pequeños manifiestan que lo peor de trabajar es que les duelen los pies y acaban cansados. A los niños mayores lo que más les molesta son los gritos, que les regañen. Para todos, lo mejor de trabajar es que "dan plata".

Los niños que recolectan por las calles aprecian todo tipo de materiales, pero buscan "fierros" y otros metales –cobre, plomo- porque saben que es lo que mejor se paga. Conocen, tan sólo a medias, que hay riesgos de todo tipo: accidentes laborales, enfermedades y violencia. Entrar en el gran vertedero para conseguir materiales es complicado, hay guardianes. A los críos les turba la simple visión del contorno del vertedero en el horizonte. Cuentan historias sobre el gran botadero, creen haber oído disparos al aire.

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jueves, 9 de julio de 2009

EN LOS BASURALES. (14) Trabajo infantil por tradición y por hambre


Los niños y niñas de los asentamientos humanos van al colegio, pero no todos ni con regularidad. El absentismo escolar se produce por causas diversas: enfermedades y accidentes de los que no se acaban de curar por la carestía de la asistencia sanitaria, desatención por parte de los padres o tutores (abuelos, tíos, hermanos adultos) y, también, porque los niños se ponen a trabajar. Hay niños que ya no estudian y se dedican exclusivamente a trabajar; otros compaginan ambas cosas, por ejemplo reciclando sólo en ratos libres o en las vacaciones de verano. Algunos niños han dejado de reciclar porque los padres se han convencido de que es un trabajo peligroso, aún así no hay suficiente concienciación sobre el trabajo infantil en general. Son muchos los niños que siguen reciclando, los que trabajan en otros empleos que se consideran menos nocivos y los que realizan tareas que no se aprecian como trabajo pero que, en cualquier caso, son actividades y responsabilidades que corresponden a los adultos. Cuidan y cargan con sus hermanos o sobrinos menores durante toda la jornada laboral de sus progenitores; se ocupan de las labores domésticas (cocinar, fregar, lavar la ropa); trabajan en empleos diferentes al reciclaje: hacen bisutería, venden comidas, lo que surja.

Los motivos por los que los niños trabajan son fundamentalmente dos: la tradición cultural y la necesidad perentoria de subsistir. En los asentamientos humanos sigue muy arraigada la vieja idea de que los niños deben trabajar, ganarse el sustento y ayudar a la economía familiar. Esto puede dar lugar a que los niños combinen colegio y trabajo, también a que sus padres o tutores decidan que es más importante trabajar que estudiar. Otros niños, desde edades muy tempranas –siete, ocho años- y adolescentes trabajan por pura necesidad. Acuden a los corralones o juntan residuos por las calles para obtener unas monedas con las que comprarse algo para alimentarse cada día.

Las ONGs y algunas instituciones tratan de contrarrestar la cultura del trabajo infantil concienciando sobre los derechos de los niños a la educación y a la recreación. Se pagan matrículas y se propicia que los niños asistan diariamente al colegio. Los comedores sociales procuran alimento para las familias más pobres. Pero todo es insuficiente cuando la pobreza es extrema y las familias están descompuestas: padres que desaparecen, madres enfermas o con muchos hijos, niños que se encargan de sus hermanos, abuelas ancianas que hacen de madres. En estas condiciones bastantes niños quedan desamparados y han de buscarse la manera de sobrevivir por sí mismos, incluso de alimentar a los suyos. Por tanto, el trabajo infantil no es un simple asunto de concienciación; en los basurales el absentismo escolar, el deambular de los niños por las calles buscando y recolectando residuos para luego vender es también consecuencia del hambre. No debiera ser necesario decir que el trabajo infantil es siempre un problema de explotación.

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miércoles, 8 de julio de 2009

EN LOS BASURALES. (13) Papel higiénico usado


Los recicladores recuperan residuos sólidos orgánicos e inorgánicos. Los primeros van destinados principalmente a la alimentación de cerdos. Entre los segundos los más comunes son: plásticos (botellas, envases, bolsas), vidrios (recipientes, botellas), papeles, cartones, metales diversos y chatarra (hierro, cobre, latas), baterías de coche, suelas de zapatilla. A veces hay cosas sorprendentes como el material de hospital. Pero aún hay cosas más insólitas: el papel higiénico usado. Las personas de fuera se quedan boquiabiertas –en semejante situación es sólo en sentido figurado- y se preguntan: ¿Pero eso se recicla? ¿Para qué se recicla? Nadie lo explica, pero lo cierto es que se acopia.

En la gran capital el papel higiénico no se desecha por el inodoro, quizá debido a los atascos, deficiencias en los desagües u otros motivos. Así que el papel higiénico ya usado se deposita en cubos cuyo interior está forrado con una bolsa, la cual, cuando está llena, se retira y va a parar a los camiones de basura.

Una mañana olía peor de lo acostumbrado en el valle. Una montaña de una masa grisácea apareció entre las casas y las chancherías. Su pestilencia era insoportable. Se hacía difícil hasta la respiración. Era papel higiénico usado. A uno de los vecinos le habían pagado por tener aquella inmundicia delante de casa. Los meses que estuvo, pasó a formar parte del paisaje y el aire de todos los que vivían y pasaban por allí. La mierda de los habitantes de la gran ciudad, mobiliario urbano de los más pobres, de los que aún se apañan con letrinas. En medio de tanta porquería, la mierda-mierda repugna enormemente a los forasteros, pero no tanto a los que viven allí. Una vez fue retirada, las vistas tampoco mejoraron demasiado. Desapareció la montaña gris, pero quedó su rastro: tierra maloliente, seca, del color del plomo.

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lunes, 6 de julio de 2009

EN LOS BASURALES. (12) Ratones, sarna, miseria


En el conjunto de los asentamientos humanos del cono norte es perceptible la pobreza, el humo, la suciedad, el hedor, pero en el valle de los corralones todo eso se agrava enormemente. El impacto sobre el aire, la tierra y el paisaje lo convierte en un escenario asfixiante, desolador si se considera que familias enteras hacen allí su vida cotidiana.

La frontera entre los corralones y la calle no siempre está clara pues los hay amurallados, a medio amurallar y derruidos por completo. De todos modos los residuos están dentro y fuera de ellos, en cualquier parte. Hay bolsas de basura abiertas y cerradas en la calle, escondida entre cerros, claramente visible en las explanadas, pegada a los muros de las chabolas. Montones de lo que parecen escombros, pero que también podrían ser cosas útiles. Regueros de cualquier líquido que han dejado marcada la tierra con su rastro y su pestilencia. Moscas e insectos que van saltando conforme el caminante avanza, como abriéndole paso. Ratones vivos y muertos sobre los que se pisa sin apenas darse cuenta. Terreno oscuro, inundado de latas de conserva a las que ya han quitado las etiquetas, sobre el que se asientan los chamizos más ruines.

La falta de higiene y la pobreza provocan el aumento de los parásitos y su persistencia. Los perros tienen pulgas, garrapatas, en algunas partes de su cuerpo les falta el pelo quedando a la vista la carne viva, rosada, es el efecto de la sarna, de la cual algunos niños también se contagian. Abundan los piojos y las liendres que las madres quitan con las manos. No se usan repelentes ni productos farmacéuticos para eliminarlos, si acaso se recurre a la gasolina, que se echa sobre la cabeza, resbala por la melena y abrasa la piel de la espalda de las niñas.

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domingo, 5 de julio de 2009

EN LOS BASURALES. (11) Manos desnudas revolviendo residuos


La segregación y acondicionamiento de los materiales para reciclar se realiza en las viviendas familiares con corral y en los grandes corralones, donde las bolsas de basura se amontonan cubriendo casi todo el suelo y subiendo por las paredes. En las viviendas con su pequeño o mediano corral, en el que se crían animales para el autoconsumo y se deposita la basura para segregar, suele trabajar la familia, entendida en sentido amplio. En los grandes corralones, además de la familia, acuden otros vecinos a separar, limpiar y preparar los residuos. Pero, tanto en las viviendas familiares con corral como en los grandes corralones, todo el trabajo se realiza a mano, abriendo bolsas, revolviendo la basura. No hay maquinaria específica (grúas, cintas transportadoras), tan sólo los camiones que llegan cargados de desechos.

Los adultos y niños realizan el trabajo sin medidas de seguridad laboral; ni les proporcionan ni tienen guantes, uniformes, mascarillas, calzado adecuado. Las manos están negras en los primeros minutos de la jornada. No se puede estrechar la mano del visitante, aunque los trabajadores son afables y para el saludo ofrecen el antebrazo.

Los recicladores, al carecer de medidas de prevención mientras realizan su faena, quedan expuestos a accidentes y enfermedades laborales: cortes, infecciones, parásitos, mordeduras de roedores; hasta hepatitis y otras enfermedades contagiosas (algunos desechos proceden de hospitales). La cercanía -en bastantes casos la coincidencia- del lugar de trabajo y la casa supone para las familias vivir rodeados constantemente de olores pestilentes, falta de higiene y peligros para la salud.

En algunos corralones además de basura hay pequeñas empresas de transformación. De vez en cuando un sobresalto, por ejemplo una explosión. Posiblemente hay trabajadores heridos. Coches de policía y mucho trasiego. El gas se eleva, se extiende por el valle y se produce la alarma. Es un gas que irrita los ojos y la piel. "Váyanse, es peligroso", recomiendan a los forasteros.

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jueves, 2 de julio de 2009

EN LOS BASURALES. (10) Bodeguitas y puestos de comida


Los asentamientos constituyen un potencial mercado. Varios factores contribuyen a ello: su carácter de pueblos jóvenes, en los que se carece de servicios y comercios; su numerosa población –multitud de familias que han ido y siguen yendo a ganarse la vida y a residir-; su emplazamiento, alejados y separados del resto de la ciudad. Los negocios pueden ser prósperos si evitan a los pobladores desplazarse al centro para comprar, es decir, si los abastecen, al menos, con lo básico: agua, comida, medicamentos, ropa. Estos son los motivos por los que florecen por doquier los pequeños y pequeñísimos comercios, muchos de ellos dependientes de los microcréditos.

Las bodegas son tiendas de comestibles no perecederos o de fácil conservación: arroz, pan, galletas, pasta, leche envasada, frutas. A nada que la tienda es un poco más grande puede haber chanclas, algo de ropa y pequeños utensilios. Las bodegas son ya por sí mismas tiendas medianas o pequeñas, pero aún las hay más pequeñas como son la mayoría en los asentamientos. Las bodeguitas suelen ubicarse en la primera estancia de la casa o en cuartos a pie de calle. Generalmente son establecimientos muy oscuros, en los que no se enciende la luz por el día aunque se carezca de ventanas. Pueden constar de lo mínimo: un mostrador y una estantería. Suelen tener frigorífico –oculto a la vista del cliente- donde guardan el agua, los refrescos y las cervezas. En alguna bodeguita puede haber un banco o unas sillas para que los clientes descansen y tomen su refrigerio. Algunas tienen puertas con barrotes, es común que a través de ellos se vendan las mercancías por miedo a los atracos.

Hay restaurantes y puestos de comidas; es necesario distinguirlos porque no son exactamente lo mismo. Los primeros son excepcionales, o sea dos o tres restaurantes espaciosos –pero sin lujos-, con cocina y mostrador, aseos y grifos vinculados a algún depósito de agua. El resto son puestos o diminutos locales donde se elaboran y sirven menús. Bastantes mujeres se han decidido a ponerlos con lo más elemental: una parrilla o una cocina con su bombona de gas, las ollas y un par de mesas. Al atardecer aumentan las casas donde se venden comidas, en verano se hace hasta en la calle. Un pariente cercano de los puestos de comida es la venta ambulante. En muchas viviendas preparan platos, helados (marcianos y chupetes), gelatinas, chocolates que se venden en la misma casa o yendo con carretas por los lugares más concurridos: donde hay niños (recreos), a las puertas de los corralones donde hay recicladores que necesitan comer en los descansos.

Otros comercios diseminados por la zona, pero en menor medida, son las boticas cuya mercancía es tan propia de las farmacias como de las droguerías. Hay, aunque escasos, locales de papelería donde también se hacen fotocopias. Incluso alguien se ha atrevido a poner un establecimiento con cabinas para usar internet.

Algunos de los comercios se vuelven prósperos debido a la gran demanda; se obtiene dinero para devolver el microcrédito y se solicita otro para ampliar el negocio. Hay oportunidades, aunque puede ocurrir que las previsiones no se cumplan; además, emprender negocios dentro de tanta penuria significa asumir un riesgo que puede producir mucho dolor. Un día el futuro se oscurece porque se resquebraja el juego de los microcréditos y las ilusiones aparejadas. La cerda en vez de tener una camada numerosa, tiene sólo dos crías escuálidas, que hasta podrían perecer. En cualquier caso, de su venta no se obtendrá lo suficiente para hacer frente a los microcréditos. No habrá dinero para volver a invertir en unas ollas, unas mesas, lo justito para un puesto de comidas. Se rompe el cántaro como en el cuento de La lechera, sólo que en los basurales la decepción lleva al alcohol y a la hoja de coca. Ese día no se ve ni a los hijos, perdido todo, la esperanza y la cabeza, llorando borrachos, verde la boca.

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miércoles, 1 de julio de 2009

EN LOS BASURALES. (9) El "chancho" y el "loro"


Los asentamientos forman un conjunto aislado, desgajado del resto del distrito al que pertenecen. Su principal vínculo con el exterior es la "pista", la única carretera asfaltada con un carril de ida y otro de vuelta, sin línea continua ni discontinua, ni la del arcén. Por ella transitan el "chancho" y el "loro" que van y vienen del centro de la ciudad. El "chancho" tiene un largo recorrido por el distrito, el "loro" llega por la gran autopista del norte. Ambos coinciden en esta última y tienen parada en el "óvalo", que viene a ser –aunque no lo es- como un intercambiador de transportes. Allí se desvían hacia la derecha camino de los cerros. A la altura del mercado al aire libre la carretera se bifurca, derecha e izquierda, pero los trayectos de los vehículos –incluidos los autobuses- siguen de frente por caminos de arena, todos polvorientos, algunos escabrosos.

El "chancho" y el "loro" son autobuses antiguos, pero de los más grandes que van por allí. El "chancho", que por fuera es de rayas azules, debe su apodo a su morro muy pronunciado que lo asemeja a un cerdo (chancho). Al "loro" lo llaman así por sus colores, ya que es blanco con rayas verdes y amarillas. El "chancho" suele ser más espacioso que el "loro". En ambos los asientos encima de las ruedas son muy incómodos, de los que hay que sentarse con las rodillas a al mismo nivel que los hombros. Algunos "loros" tienen más asientos de los marcados por su inicial diseño (hasta de diferentes formas y materiales), de modo que queda muy poco espacio entre el asiento y el respaldo delantero; los pasajeros han de sentarse con las piernas inclinadas hacia los lados. Suben y bajan cargados de gente, a la cual no se puede ver si en el interior también viaja una nube de polvo (o de lo que sea).

La "pista" soporta todo tipo de tráfico: los camiones de basura, sobre la que van dos o tres personas colocándola constantemente, los camiones de ladrillos, los coches, las combis, los taxicholos y los peatones. La combi es una furgoneta con asientos para pasajeros. Su cobrador abre la puerta en las paradas y –mitad dentro, mitad fuera- vocea precio y destino. Los taxicholos constan de una moto, en la que va el conductor-cobrador, y un carruaje, en el que van los pasajeros. La carrocería es de plástico y, en el interior, suelo de metal con dos o cuatro asientos. Por la "pista" y los cerros puede llevar ocho, diez personas, pues el conductor no pierde la oportunidad de ganar más dinero por un solo viaje; los pasajeros asumen el riesgo de reventón antes de esperar a que pase otro. Circulan viejas bicicletas, de ruedas tan altas como las criaturas que se montan. La cruzan cotidianamente en sus juegos, para asistir al colegio, para ir a reciclar. Por ella mujeres y niños empujan carretillas con mercancías para vender. Caminantes, la silla del paralítico, la anciana con la leña a la espalda, los perros.

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