domingo, 26 de septiembre de 2010

Normas en la dictadura del capital

Había una norma fundamental en la dictadura del capital: el derecho supremo de los ricos a acaparar; se formulaba más o menos así: “Cualquiera tiene derecho a enriquecerse”; como si todos partiésemos desde el mismo punto de salida. Otra idea básica para entender la dictadura era: “Os necesitamos para enriquecernos; nos sobráis para repartir el botín”. Principio tan simplón y cruel inspiraba el espíritu del legislador. El capital dictaba sus normas sobre los gobiernos nacionales que tenían que hacer políticas encaminadas a pagar las deudas y a atraer la inversión; siempre el dinero antes que las personas. Los gobiernos tenían los siguientes deberes:
  • Flexibilizar el mercado laboral, o sea, facilitar el despido del trabajador.
  • Reducir el déficit, es decir, recortar el estado de bienestar.
  • Hacer economías competitivas, esto es, reducir los salarios.
Los derechos de los trabajadores, conquistados durante largas luchas obreras, se podían limitar o anular según al capital le conviniese. Eran unos derechos muy raros, flojitos, de quita y pon.
A través de los gobiernos nacionales o directamente el capital también imponía normas a cada sujeto. Nos exigía:
  • No echar raíces: cambiar de localidad, país, lengua, familia en busca de oportunidades de trabajo.
  • Reciclar habilidades: tus conocimientos y estudios ya no valen; haz otros.
  • Competir a muerte entre nosotros: éramos capaces de convertirnos en chivatos o traidores por un cacho de pan. Capital, hijo de puta.
Si no cumplías las normas, como en toda dictadura, tu vida era una tortura diaria o acababas pereciendo de hambre y asco; pero, a diferencia de otras dictaduras en las que el tirano es evidente culpable, en la dictadura del capital el culpable es la víctima: un tonto, un inútil que no sabe ganarse la vida.
A algún listo se le ocurrió decir que “el que se adapta a las necesidades del mercado, sobrevive”. Media vida o la vida entera pasábamos adaptándonos, pero la teoría de la acomodación a las condiciones medioambientales no era nada más que un engaño pasajero. La teoría de la adaptación fue superada por la teoría de la selección natural en la que sólo sobreviven los más fuertes. En el capitalismo igual, sobreviven los más fuertes, los que traen innata una ventaja: por pertenecer a familias ricas, por inteligencia o por destacar con alguna cualidad muy apreciada en un momento concreto en el mercado. Los demás, pobres e idiotas de nosotros, estábamos destinados a mendigar o, peor aún, a desparecer.
No, algo no era verdad, no compartíamos el mismo punto de salida.
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sábado, 4 de septiembre de 2010

Democracia y dictadura del capital

En 2010 vivíamos plenamente la dictadura del capital. Ya no tenía fascistas uniformados a su servicio, los partidos políticos en el poder de derechas e izquierdas estaban a sus órdenes. Eran sus esbirros y nosotros sus esclavos. El caudillo de la dictadura del capital se presentaba difuso, no lo podíamos concretar en un solo individuo. Si acaso lo podíamos circunscribir a una plutocracia que abarcaba grandes empresas y sagradas instituciones: desde los dueños de laboratorios farmacéuticos y grupos petroleros hasta los tecnócratas de los bancos mundiales. Pero el capitalismo era algo más: una doctrina, un sistema, una ponzoña, un espíritu, un cáncer, una cultura, una mierda, un estilo de vida que nos arrastraba a todos en su corriente y cuyo objetivo insaciable era crecer y crecer vendiendo, lo que para nosotros se traducía en consumir y consumir. Con esta dinámica unos pocos ricos extendían su dominio por todo el globo terráqueo para obtener altos beneficios privados, mientras tanto, millones de harapientos iban pereciendo por la violencia de la exclusión y el hambre. En todas las dictaduras hay oprimidos y muertos, en la del capital el número de ellos, año tras año, siglo tras siglo, era incalculable.
El espíritu del capital calaba por todas partes: lo mismo se desenvolvía en las avanzadas democracias representativas de Occidente que en la “dictadura del proletariado” de la China Popular. En las democracias se nos reconocían derechos sobre el papel -al empleo, a la vivienda, a la salud, a la educación-, pero la dictadura del capital nos los quitaba o nos los ponía muy caros. Plutócratas y tecnócratas determinaban nuestras vidas, pero las democracias meramente formales no nos daban suficientes ni eficaces instrumentos para controlarlos. No podíamos votarlos, por tanto ni elegirlos ni echarlos. En nuestras democracias de un voto cada cuatro años para elegir representante, el capital y el proletariado se enfrentaban en la lucha política como la derecha y la izquierda respectivamente. Los partidos políticos de derecha eran declarados amigos de la dictadura del capital, estaban en su bando por definición, por tanto no había duda. Durante un tiempo pensamos que los partidos de izquierda contrarrestarían el poder de la dictadura del capital, que nos defenderían, pero acabaron -como la derecha- poniéndose a su lado en la batalla y conservaron y crearon reglas de juego a su favor. Así que el papel de la izquierda no pasó de ser nada más que un paripé. A los dictadores del capital los sindicatos y las huelgas, en el fondo, les daban risa, así que en nuestras manos sólo teníamos un poder pacífico a la vez que revolucionario: dejar de consumir. Pero ellos sabían que no lo íbamos a hacer. Estábamos encerrados en el círculo perfecto.
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