Han cambiado los tiempos, pero no se le puede achacar todo a la televisión y a las nuevas tecnologías. Otros factores influyen pues también han cambiado los espacios, nuestros hábitos y actitudes. La calle ya no es un espacio inmenso donde divertirse. El espacio para jugar se ha restringido a los parques. Estos tampoco son como antes, ahora son recintos cerrados con muros y verjas y, dentro del propio parque, el área infantil también está delimitado con otra vallita de colores. Ahí se concentran los columpios y los toboganes para los más pequeños. El mobiliario urbano para niños ha ido menguando. Han desaparecido los toboganes altos y los columpios grandes repartidos por el parque donde nos mezclábamos los de todas las edades. Ahora, los pequeños, en su corralito de colorines, y los grandes, en las canchas si es que el parque las tiene. Actualmente los niños no salen solos a la calle, sino que van siempre acompañados de adultos: padre, madre, abuelos, tíos, cuidadores. El miedo se ha apoderado de nosotros y ha convertido a los niños en nuestros prisioneros. Antes nuestras madres nos advertían para que no nos descalabráramos. Las costras perpetuas en las rodillas. "Hija, ten cuidado, un día te vas a partir la crisma"; "A las diez en casa"; "No cojas nada que te dé un extraño"; eso era todo contra los peligros. Pero hoy tenemos muchísimo miedo: a los coches de los que conducen como locos, al tráfico de drogas, a los pederastas. Malvados que se llevan, violan y matan a los niños. Tanto miedo infunden los malhechores, que ni a los niños se manda a los recados. El miedo se ha llevado lo mejor que teníamos: la transmisión de canciones y juegos populares, el sentimiento de identificación con el barrio, las relaciones con otros niños, el aprendizaje de normas y valores desde pequeños y, sobre todo, la libertad de ir, venir y jugar donde diera la gana. ¡Malditos los monstruos que nos hacen sentir miedo! Ahora los niños padecen obesidad y trastornos alimenticios, se les tacha de egoístas y agresivos, en fin, complicados problemas. Pobres chiquillos con teléfono móvil. Sólo perdura una cosa: la necesidad que tiene un niño de jugar con otros niños. "¿Por qué no juegas?". "Es que Pili no me ajunta". Pili: "Mentirosa, sí que te ajunto y te dejo 'primer'".
lunes, 19 de octubre de 2009
Churro, media manga... Una dola tela...
Las cinco de la tarde, salíamos corriendo del colegio, llegábamos a
casa, dejábamos la cartera y de nuevo a la calle antes de hacer los
deberes (o después, depende). Ni a merendar parábamos en casa. Bajábamos
con el bocadillo en la mano: pan y jamón, pan y chorizo, pan y
chocolate. Se jugaba por todas partes, en el barrio o más lejos: en un
solar sucio, en un barrizal, entre bloques de edificios, en cualquier
explanada. Cuando encontrábamos un muro medio derruido decíamos: "Vamos a
jugar a la muralla". Nos juntábamos para jugar a lo que fuese. Pocas
cosas hacían falta. Una goma o una comba para saltar, una pelota. Una
tiza para dibujar una muñeca en el suelo y una piedra para lanzarla
casilla a casilla. Un simple palo bastaba para marcar el campo sobre la
arena y jugar al balón prisionero. Las manos, para escarbar la tierra y
hacer un gua para jugar a las canicas. Una pared, para jugar a burro.
Era uno de los juegos más espectaculares, practicado por niños y niñas,
aunque casi siempre por separado porque los chicos eran "unos brutos".
"Una dola tela catola..." para echar las suertes y formar dos equipos.
El que hacía de madre, colocado de pie con la espalda en la pared,
sujetaba la cabeza del primero de los que formaban el burro. Éste, el
primero, se inclinaba -como un burro, claro- exponiendo su lomo; apoyado
en su trasero o entre sus piernas otra criatura se colocaba en la misma
posición y, así, hasta formar una hilera de lomos preparados para
recibir los saltos del otro equipo. A la voz de "¡Burro va!", uno a uno
saltaban colocándose a horcajadas. Si el burro no se había caído, venía
lo de "Churro, media manga, manga entera". Tenían que adivinar si se
había elegido puño, codo u hombro. Era un juego un poco rudo, pero muy
divertido. Se aprendía por imitación o porque te lo enseñaban otros
niños, como todos los juegos de entonces. Hoy los niños ya no juegan en
la calle, si acaso en verano y mientras dura el buen tiempo; después,
desaparecen. Ven la televisión y juegan en casa a la consola, la pesepé,
la deese, el ordenador y otras maquinitas. Muchas clases extraescolares
y deportes en recintos bien delimitados.
Han cambiado los tiempos, pero no se le puede achacar todo a la televisión y a las nuevas tecnologías. Otros factores influyen pues también han cambiado los espacios, nuestros hábitos y actitudes. La calle ya no es un espacio inmenso donde divertirse. El espacio para jugar se ha restringido a los parques. Estos tampoco son como antes, ahora son recintos cerrados con muros y verjas y, dentro del propio parque, el área infantil también está delimitado con otra vallita de colores. Ahí se concentran los columpios y los toboganes para los más pequeños. El mobiliario urbano para niños ha ido menguando. Han desaparecido los toboganes altos y los columpios grandes repartidos por el parque donde nos mezclábamos los de todas las edades. Ahora, los pequeños, en su corralito de colorines, y los grandes, en las canchas si es que el parque las tiene. Actualmente los niños no salen solos a la calle, sino que van siempre acompañados de adultos: padre, madre, abuelos, tíos, cuidadores. El miedo se ha apoderado de nosotros y ha convertido a los niños en nuestros prisioneros. Antes nuestras madres nos advertían para que no nos descalabráramos. Las costras perpetuas en las rodillas. "Hija, ten cuidado, un día te vas a partir la crisma"; "A las diez en casa"; "No cojas nada que te dé un extraño"; eso era todo contra los peligros. Pero hoy tenemos muchísimo miedo: a los coches de los que conducen como locos, al tráfico de drogas, a los pederastas. Malvados que se llevan, violan y matan a los niños. Tanto miedo infunden los malhechores, que ni a los niños se manda a los recados. El miedo se ha llevado lo mejor que teníamos: la transmisión de canciones y juegos populares, el sentimiento de identificación con el barrio, las relaciones con otros niños, el aprendizaje de normas y valores desde pequeños y, sobre todo, la libertad de ir, venir y jugar donde diera la gana. ¡Malditos los monstruos que nos hacen sentir miedo! Ahora los niños padecen obesidad y trastornos alimenticios, se les tacha de egoístas y agresivos, en fin, complicados problemas. Pobres chiquillos con teléfono móvil. Sólo perdura una cosa: la necesidad que tiene un niño de jugar con otros niños. "¿Por qué no juegas?". "Es que Pili no me ajunta". Pili: "Mentirosa, sí que te ajunto y te dejo 'primer'".

Han cambiado los tiempos, pero no se le puede achacar todo a la televisión y a las nuevas tecnologías. Otros factores influyen pues también han cambiado los espacios, nuestros hábitos y actitudes. La calle ya no es un espacio inmenso donde divertirse. El espacio para jugar se ha restringido a los parques. Estos tampoco son como antes, ahora son recintos cerrados con muros y verjas y, dentro del propio parque, el área infantil también está delimitado con otra vallita de colores. Ahí se concentran los columpios y los toboganes para los más pequeños. El mobiliario urbano para niños ha ido menguando. Han desaparecido los toboganes altos y los columpios grandes repartidos por el parque donde nos mezclábamos los de todas las edades. Ahora, los pequeños, en su corralito de colorines, y los grandes, en las canchas si es que el parque las tiene. Actualmente los niños no salen solos a la calle, sino que van siempre acompañados de adultos: padre, madre, abuelos, tíos, cuidadores. El miedo se ha apoderado de nosotros y ha convertido a los niños en nuestros prisioneros. Antes nuestras madres nos advertían para que no nos descalabráramos. Las costras perpetuas en las rodillas. "Hija, ten cuidado, un día te vas a partir la crisma"; "A las diez en casa"; "No cojas nada que te dé un extraño"; eso era todo contra los peligros. Pero hoy tenemos muchísimo miedo: a los coches de los que conducen como locos, al tráfico de drogas, a los pederastas. Malvados que se llevan, violan y matan a los niños. Tanto miedo infunden los malhechores, que ni a los niños se manda a los recados. El miedo se ha llevado lo mejor que teníamos: la transmisión de canciones y juegos populares, el sentimiento de identificación con el barrio, las relaciones con otros niños, el aprendizaje de normas y valores desde pequeños y, sobre todo, la libertad de ir, venir y jugar donde diera la gana. ¡Malditos los monstruos que nos hacen sentir miedo! Ahora los niños padecen obesidad y trastornos alimenticios, se les tacha de egoístas y agresivos, en fin, complicados problemas. Pobres chiquillos con teléfono móvil. Sólo perdura una cosa: la necesidad que tiene un niño de jugar con otros niños. "¿Por qué no juegas?". "Es que Pili no me ajunta". Pili: "Mentirosa, sí que te ajunto y te dejo 'primer'".
miércoles, 7 de octubre de 2009
8 OCT. DÍA MUNDIAL DE LA VISIÓN. "Letra pequeña, letra discriminadora en los contratos"
En nuestras sociedades tan posmodernas, y sólo supuestamente
solidarias, la documentación para hacer un contrato sigue teniendo el
apartado de letra pequeña, en la que figuran cláusulas y condiciones que
no somos capaces de leer. Se nota que es una letra microscópica hecha
adrede. A veces se usa para ella un color diferente, un gris suave o un
verde pálido que apenas destaca sobre el blanco o el color claro del
papel. Hecha aposta para dificultar la lectura y, por tanto, el
entendimiento. Para que nos cueste enterarnos. Nos obliga a forzar la
vista. Los miopes acercamos el papel, otros lo alejan, pero nadie la ve.
Es difícil leer más de dos líneas. Cuántas veces hemos deseado tener
una lupa a mano para ver qué pone. Esta letra constituye una barrera
para todos los que vemos, pero es también una letra que descarta
absolutamente a los deficientes visuales, en este sentido es una letra
discriminadora.
En nuestras sociedades, tan avanzadas, seguimos consintiendo este oprobio, este hecho innoble, grosero y desatento. Tendría que ser al revés: facilitar la visión, letra apta para los ojos, letra grande y nítida para los ojos de los deficientes visuales. Parece algo tan evidente. Puede que a alguien le parezca normal la letra pequeña o que la justifique de algún modo, por ejemplo diciendo: "Pues que se aguanten, no se va a gastar papel sólo para ellos". ¡Cuánto papel se gasta para nada! Letra pequeña, letra asquerosa, indigna y humillante. Pero el tamaño de las letras lo eligen las personas. La empresa que diseña un contrato con esa letra tan pequeña sabe lo que hace: rebaja, anula, discrimina. La empresa que redacta un contrato con esa letra tan pequeña se delata a sí misma. Tú eliges qué tipo de empresa quieres tener.
En nuestras sociedades, tan avanzadas, seguimos consintiendo este oprobio, este hecho innoble, grosero y desatento. Tendría que ser al revés: facilitar la visión, letra apta para los ojos, letra grande y nítida para los ojos de los deficientes visuales. Parece algo tan evidente. Puede que a alguien le parezca normal la letra pequeña o que la justifique de algún modo, por ejemplo diciendo: "Pues que se aguanten, no se va a gastar papel sólo para ellos". ¡Cuánto papel se gasta para nada! Letra pequeña, letra asquerosa, indigna y humillante. Pero el tamaño de las letras lo eligen las personas. La empresa que diseña un contrato con esa letra tan pequeña sabe lo que hace: rebaja, anula, discrimina. La empresa que redacta un contrato con esa letra tan pequeña se delata a sí misma. Tú eliges qué tipo de empresa quieres tener.
martes, 6 de octubre de 2009
Sin plata para sus ojos
En los basurales de las lomas del
desierto, frente al gran océano, los niños padecen muchas enfermedades,
las propias de todas las poblaciones y las derivadas de vivir trabajando
con los residuos; todas ellas agravadas por la carestía de la
asistencia sanitaria. Cuando se ha nacido en esta parte del mundo,
limitada es la esperanza respecto a las enfermedades de los ojos. La
mayoría de adultos y de niños, que no ve bien, no lleva gafas. Los
contados niños que las tienen, las usan con graduaciones que ya no
correponden. No hay revisiones periódicas y, por supuesto, las dioptrías
que se necesitan tampoco se actualizan con nuevas lentes. Los modelos
de gafas son muy antiguos y de bastante mala calidad.
Una tarde de verano las niñas estaban jugando al balón. A la única niña que llevaba gafas se le cayeron. Al recogerlas, observó que algo faltaba. Ella -entre lágrimas- y sus amigas se afanban en buscar un pequeño tornillo. Éste no unía una de las dos varillas con el frontal, sino que era un tornillito que unía el propio frontal. Esta pieza, el frontal, no era una sola cosa sino dos, es decir, se dividía en parte superior y parte inferior. En cada extremo había un tornillito que juntaba ambas partes. Si faltaba el tornillito de la izquierda, se separaba el frontal y caía la lente izquierda. Con la parte derecha, lo mismo. Era un modelo realmente extraño. Las niñas encontraron el tornillito, se colocó en su sitio, pero el endeble metal de la montura estaba muy desgastado; el tornillito ya no enroscaba bien. Se volvería a caer. A los pocos días la niña apareció con la misma gafa y, en lugar del tornilito, un trozo de alambre retorcido. Otro día la niña llegó sin gafas y, así, ya, todos los días. Entre tanta penuria no hay plata para unas gafas nuevas, ni montura ni cristales.
La mayoría de los niños nunca ha pasado por la consulta de un oftalmólogo, no los hay por allí. Pero, aunque les viese algún especialista, tampoco serviría de mucho. Hay niños extremadamente bizcos y así continúan en la edad adulta, un mal que en los países ricos apenas ya se ve, pero ni para eso hay plata. Las familias más pobres no invierten en los niños con deficiencias físicas o psíquicas. No es que los padres no los quieran o no los atiendan, es que la plata no llega por lo que suponen que, en cualquier caso, los más débiles van a perecer. Se necesita mucha plata para un ciego, cuidados, colegios y profesores con conocimientos especiales. La poca plata que se tiene se invierte más en los hijos sanos y fuertes, en los que sobrevivirán, estudiarán y, quizá, saquen a la familia de la miseria. El resto allí queda, a veces van al colegio, a veces, no, con sus brillantes ojos almendrados entre polvo, humo y niebla por los cerros de basura del desierto.

Una tarde de verano las niñas estaban jugando al balón. A la única niña que llevaba gafas se le cayeron. Al recogerlas, observó que algo faltaba. Ella -entre lágrimas- y sus amigas se afanban en buscar un pequeño tornillo. Éste no unía una de las dos varillas con el frontal, sino que era un tornillito que unía el propio frontal. Esta pieza, el frontal, no era una sola cosa sino dos, es decir, se dividía en parte superior y parte inferior. En cada extremo había un tornillito que juntaba ambas partes. Si faltaba el tornillito de la izquierda, se separaba el frontal y caía la lente izquierda. Con la parte derecha, lo mismo. Era un modelo realmente extraño. Las niñas encontraron el tornillito, se colocó en su sitio, pero el endeble metal de la montura estaba muy desgastado; el tornillito ya no enroscaba bien. Se volvería a caer. A los pocos días la niña apareció con la misma gafa y, en lugar del tornilito, un trozo de alambre retorcido. Otro día la niña llegó sin gafas y, así, ya, todos los días. Entre tanta penuria no hay plata para unas gafas nuevas, ni montura ni cristales.
La mayoría de los niños nunca ha pasado por la consulta de un oftalmólogo, no los hay por allí. Pero, aunque les viese algún especialista, tampoco serviría de mucho. Hay niños extremadamente bizcos y así continúan en la edad adulta, un mal que en los países ricos apenas ya se ve, pero ni para eso hay plata. Las familias más pobres no invierten en los niños con deficiencias físicas o psíquicas. No es que los padres no los quieran o no los atiendan, es que la plata no llega por lo que suponen que, en cualquier caso, los más débiles van a perecer. Se necesita mucha plata para un ciego, cuidados, colegios y profesores con conocimientos especiales. La poca plata que se tiene se invierte más en los hijos sanos y fuertes, en los que sobrevivirán, estudiarán y, quizá, saquen a la familia de la miseria. El resto allí queda, a veces van al colegio, a veces, no, con sus brillantes ojos almendrados entre polvo, humo y niebla por los cerros de basura del desierto.
martes, 29 de septiembre de 2009
Personas No, dinero SÍ. Rifirrafe en una caja de Madrid
Antes
en la caja se podían pagar los recibos de servicios varios y hacer
ingresos en las comunidades de propietarios durante el horario habitual y
completo de atención al público. La usuaria, normalmente, iba por la
mañana de ocho a dos cualquier día hábil de la semana. Pero hace dos
años ese horario ha quedado restringido. En la sucursal de la caja donde
la usuaria suele ir han puesto un cartel que reza: “Pago de recibos.
Martes y jueves de 9:00 a 10: 30 h. del 10 al 20 de cada mes, en su
oficina”. El cartel también indica que si “usted es cliente” de esa caja
puede pagar recibos durante las 24 horas del día a través de tres vías:
oficina telefónica, internet y cajeros automáticos. El cartel concluye
recordando que se gestiona la domiciliación de recibos. La usuaria lo ha
leído íntegramente.
Llegado
el jueves 20, la usuaria no ha podido hacer el ingreso en la comunidad
de propietarios, pero como conoce el letrero cree que puede ir el
viernes 21.
USUARIA. -Buenos días, vengo a hacer un ingreso en esta cuenta.
CAJERA. -El pago de recibos es los martes y jueves de nueve a diez y media del 10 al 20 de cada mes.
USUARIA. -No quiero pagar un recibo, quiero hacer un ingreso en la comunidad de propietarios.
CAJERA. -Ya le he dicho que hoy no es.
USUARIA. -En ese cartel sólo pone “pagos de recibos”.
CAJERA. -Es también para ingresos en comunidades de propietarios.
USUARIA.
-Pero no lo pone en el cartel, luego esa información está incompleta.
Ustedes tienen que informar correctamente para que los usuarios nos
podamos orientar.
CAJERA. -Incluye los ingresos en comunidades.
USUARIA. -No figura. Los usuarios no somos adivinos. Si no puedo hacer el ingreso usaré la hoja de reclamaciones e indicaré deficiencias en la información.
El director de la sucursal ha oído la conversación y sale en auxilio de la cajera o para dar más autoridad.
DIRECTOR. -Señora, los pagos de recibos e ingresos en comunidades de propietarios son del 10 al 20 de cada mes.
USUARIA. -Señor, en el cartel sólo pone “pago de recibos”. La información es incompleta. ¿Cómo lo saben los usuarios si no está escrito?
DIRECTOR. -Lo pone en el tablón de anuncios.
El director va al tablón de anuncios, regresa con una hoja y le da la vuelta.
DIRECTOR. -Aquí lo pone.
USUARIA.
-Muy bien. Viene escrito en una hoja impresa en letra pequeña por las
dos caras. Esto figura en el reverso, que es justamente la cara pegada a
la pared y oculta a la vista del público. ¿Usted cree que los usuarios
se deberían dedicar a girar las hojas del tablón de anuncios para
informarse de todo?
DIRECTOR. -Bueno, lo pone.
USUARIA.
-Sí, mirando a la pared. En el cartel deberían constar todos los grupos
a los que atañe: pago de recibos, ingresos en comunidades y pago de
alquileres. Sigo pensando, pues, que la información es insuficiente, así
que quiero hacer el ingreso.
DIRECTOR.-Puede usted pagar cualquier día por banca telefónica, internet o cajeros automáticos.
USUARIA.
-Ya lo he leído, pero es para clientes. No hay nadie en la cola, estoy
aquí y quiero hacer el ingreso. Voy a poner una reclamación diciendo que
la información es muy deficiente.
DIRECTOR. -Pues llame al servicio de atención al cliente.
USUARIA. -No, prefiero hacer la reclamación por escrito.
DIRECTOR. -En el servicio de atención al cliente le atenderán muy bien.
USUARIA.
-Ya, pero -por si acaso- las reclamaciones siempre las hago por
escrito, me gusta guardarme las copias y que las lean en consumo. Allí
tienen otro cartel que dice que tienen hojas de reclamaciones. Las
tienen ¿no?
DIRECTOR. -Sí. Excepcionalmente vamos a aceptar el ingreso, pero excepcionalmente.
USUARIA. -En ese caso, excepcionalmente no usaré la hoja de reclamaciones, pero excepcionalmente.
DIRECTOR. -¡Ja, ja, ja! Se ríe el señor director, la usuaria cree que se ríe de ella.
USUARIA. -¡Je! Una mueca, se ríe levemente de la repugnancia que siente por todo.
El director se distancia. La usuaria y la cajera proceden al ingreso.
USARIA. -Adiós. Buenos días.
DIRECTOR. -Adiós.
La
usuaria sale de la sucursal. Le sale humo de las orejas y de los
talones, parece una locomotora a vapor. Va pensando que se produce una
obligada reducción de la presencia personal
al tiempo que la imposición de la gestión a través de las vías a
distancia. A algunas personas les puede favorecer: a las que trabajan o
están muy ocupadas y tienen suficientes recursos para utilizar esas
vías. Al resto, ancianos que no saben usar las nuevas tecnologías,
desfavorecidos que no disponen de esos artilugios, disidentes de tanta
pamplina, les dejan un tiempo muy reducido. La presencia de todos estos
sujetos ha de ser la mínima. Molestamos, hacemos colas, llenamos el
local con carritos de bebés, bolsas de la compra y abuelos, les
rebajamos a su condición de simples cajeros, les hacemos trabajar.
¡Maldito cartel! Es como si tras el cogote nos dijeran:”Sólo queremos
vuestro dinero. Como personas no os queremos ni ver por aquí”. A lo
mejor se creen que no nos hemos dado cuenta de que la obra social de
esta caja de Madrid es pura mercadotecnia que sólo sirve para lavar su
mala imagen.
jueves, 17 de septiembre de 2009
Piojos mutantes
“Y
eso que han cambiado a la niña a un colegio de monjas”, decía una
abuela, queriendo aminorar la vergüenza que tener piojos supone,
mientras en la droguería compraba un producto para eliminarlos. En la
farmacia la señora de delante se dirige al farmacéutico: “Paco, dame eso
que es tan bueno para los ’pipis’ “. No recuerdo como se llama, algo
así como ‘Tiquixitix’, ‘Pluschesix’ o ‘Superflixtix’”. Paco: “Son veinte
euros”. La señora me hace saber que cuesta el doble que los otros, pero
lo compra para ver si es el definitivo, ya está harta, lleva todo el
verano así. “¿Es loción?” Paco:
“Es espray”. Los niños de las vecinas, de los parientes, del parque, de
la piscina, casi todos tienen piojos este año. Eso no es lo raro pues
generación tras generación los críos han tenido piojos; lo extraño es
que no hay forma de erradicarlos.
Un dineral se gastan las familias en unos productos farmacéuticos que
no son más eficaces que el antiguo remedio del vinagre, por supuesto,
bastante más barato.
Durante
la guerra y la posguerra los piojos y otros parásitos se achacaban a la
miseria y a la consecuente falta de higiene. A mediados de los setenta
hubo una enorme plaga y, en cierto modo, se seguía atribuyendo la
existencia de piojos a las bolsas de pobreza que había en la periferia
de las ciudades. Pero, cuando los niños de mi generación tenían piojos,
los padecían –generalmente- sólo una vez. Es decir, se usaba un producto
(loción) para eliminarlos y otro (champú, colonia) para prevenirlos.
Era suficiente. Me aventuro a señalar que la guerra contra los piojos
rebeldes comenzó hace unos veinte años. Había noticias, a finales de los
ochenta, en las que las madres se quejaban de las dificultades que
tenían para quitarlos de las cabezas de sus hijos. Algunas lloraban
porque no los habían tenido de niñas y se habían contagiado de adultas.
La pobreza y la escasa higiene ya no cabían en el razonamiento de las
causas. Por aquel entonces, como la gente no se podía explicar el
fenómeno, surgieron leyendas urbanas a las que –a falta de un argumento
mejor- era fácil aferrarse. Se decía que los piojos eran arrojados a los
patios de los colegios desde avionetas; también que eran llevados en
sacos por las noches a los lugares donde suele haber niños. Como se
puede intuir, la imaginación popular buscó culpables siguiendo la pista
del dinero.
Hoy
persisten las infestaciones por piojos y las dificultades para
deshacerse de ellos. Los productos pediculicidas se están usando sobre
el delicado cuero cabelludo de los niños semana tras semana de junio a
septiembre o más. Champús, lociones, espráis, liendreras, todo un
arsenal para combatir al parásito y a sus huevos, pero no hay forma.
Surgen nuevas explicaciones. La leyenda urbana da paso a internet. Hay
webs en las que los expertos creen que
el “pediculus capitis humanus” ha mutado, se ha vuelto resistente.
Ahora, en esta época de altas tecnologías, no hay culpables más allá del
propio piojo mutante. Un piojo de ciencia ficción, aunque muy real pica
en las cabezas de nuestros niños. Sospechoso y de origen desconocido
como las gripes esas de verano. Desplegamos la artillería farmacéutica
para derrotar al piojo mutante y nones, mientras tanto los laboratorios
se están forrando. Hay tantos productos que, cuando vas a comprar, no
sabes cuál elegir. El que te recomienden en la farmacia. Primero, los de
diez euros, luego, los de veinte. Hay que venderlos todos. El enemigo
parece tener aliados. Nos falta determinar quién es el verdadero
enemigo. Pobre piojo. Farmacias, droguerías, vinagre de la cocina. Ahora
se ha puesto de moda el aceite de árbol de té, de venta en herbolarios.
Demasiada oferta absurda. No sé si ir al veterinario y comprarme un
collar para perros.
viernes, 11 de septiembre de 2009
Se jactaba el aprendiz
Hace
muchos años conocí a un joven que trabajaba en un taller de reparación
de automóviles. Era bien entrada la tarde, el muchacho había terminado
su jornada laboral y estaba en el parque reunido con un grupo de chicos y
chicas de similar edad. Me acerqué al grupo para saludar a un par de
amigos. Pude escuchar como el joven aprendiz se jactaba de las grandes
hazañas del taller mecánico. Pasaba por allí un hombre de pelo blanco, el chaval lo señaló y dijo que era un cliente, un pelma que llevaba con mucha frecuencia
el coche al taller. Según el aprendiz, el señor estaba obsesionado,
acudía por cualquier pequeño detalle: un ruidito de nada, un poco más de
calor aquí o allá. En alguna
ocasión fue necesario reparar, pero la mayoría de las veces el coche no
tenía nada, sin embargo al hombre del pelo cano le cobraban igual. Le
hacían una buena factura por nada, ni siquiera se molestaban en revisar
el coche. El aprendiz soberbio, orgulloso seguía jactándose
de lo rentable de su recién estrenado empleo: “De idiotas como ese del
pelo blanco vivo yo”. Se reía a mandíbula batiente, buscaba el apoyo del
resto de la chiquillería. Algunos le reían estruendosamente la gracia,
otros no tanto. Heroica forma de ganarte la vida, chaval. El aprendiz
tenía un jefe, por supuesto.
Conozco bien al pelma del cabello blanco. No volvió a ese taller, buscamos otro. La
avería no era grave aún, en aquel momento, pero lo arreglaron. El
hombre no oyó más ruidos, ni le pareció que el coche se calentaba en
exceso; finalizó su inquietud. ¿Un pesado con el coche? Tal vez. Es un
hombre al que le gusta que todo en el coche esté perfecto. Cierto, a mi
padre le saca de quicio cualquier ruidito. Nos obligaba a ponernos el
cinturón de seguridad nada más entrábamos, pero es que hoy aún lo hace.
Coloca sillas homologadas para llevar a los nietos, revisa que estén
bien ancladas, que los niños vayan sujetos antes de cada pequeño viaje o
para traerles del colegio. No monta a la familia en el coche si no
puede conducir con seguridad. No puede. No debe. No puede, su conciencia
no se lo permite. Chaval, díselo a tu jefe. No me jacto de nada pero
puede que esté más orgullosa que tú.
TODOS LOS TALLERES DEBEN TENER HOJAS DE RECLAMACIONES
Normas de interés:- Real Decreto 1457/1986 de 10 de enero
- Decreto 2/1995
- Ley 23/2003 de 10 de julio
jueves, 3 de septiembre de 2009
Desempolvando la vieja bolsa de la compra
Mi madre
tenía una bolsa de cuadros para ir a la compra, como todas las madres
de la época. Cuadros rojos, azules, verdes de auténtico plástico puro y
asas metálicos con refuerzos de pasta -o sea, plástico también-, todo
ideado para aguantar kilos de carne, patatas, frutas, pescado y una
sandía. Teníamos también una bolsa de red para llevar las botellas vacías (“cascos” los
llamábamos) a la bodega. Nos descontaban el valor de los cascos si
comprábamos más botellas o nos daban ese valor en calderilla. Antes
también se reciclaba o, mejor, se reutilizaba. Hoy se nos exhorta para
que reciclemos o reutilicemos por concienciación, gratuitamente y para
proteger el medio ambiente. En el pasado la concienciación era la
escasez económica. Lo que nos ahorrábamos con la devolución de los
cascos era muy importante, supongo, porque como te olvidaras de
llevarlos te ganabas un bofetón o una bronca monumental. También
teníamos capachos, bueno, sólo uno, si se rompía compraban otro; nunca
dos al mismo tiempo. Algunas señoras lo llevaban a la compra, mi madre
lo dejaba para ir a la playa o al campo, a la compra lo llevaba cuando
se rompía la bolsa de cuadros. Por cierto, la bolsa de cuadros no se
tiraba cuando se rompía, sino que se llevaba al zapatero remendón para
que cosiera las costuras reventadas por el peso, o para que colocara
nuevos asas aunque fuesen de “material” -plástico que imita al cuero-, que con el paso del tiempo se cuarteaba y hacía daño en las manos.
Alguna
bolsa de tela y alguna de rafia estaban escondidas o colgadas detrás de
la puerta de la cocina. Casi todas las vecinas las ubicaban en ese
lugar. Para salir a la compra
cogían su bolsa, la doblaban y se la colocaban poco más abajo del sobaco
junto a aquel monedero que al abrirse con dos dedos, el pulgar y el
índice, hacía “clic”. Salían airosas. Y es que las madres de clase
obrera tenían garbo para abrir y cerrar el dichoso monedero. Si al
cerrar hacía “tac” rotundamente, ya sabías que no podías pedir ni para
un chicle de fresa ácida. “Ni ácida, ni clorofila, ni leches; harta me
tenéis”. Así decían las madres a sus hijos, aunque mirándose entre
ellas, mientras guardaban turno en los puestos del mercado. Menos mal
que teníamos la calle para jugar gratis todo el santo día.
Aquel cuidado de la bolsa de la compra estaba basado -como la devolución de los cascos- en la obligatoria concienciación por el ahorro,
por denominarlo de algún modo. Ahora es la concienciación por el medio
ambiente la que nos lleva a echar los cascos al contenedor de vidrio. Se
llama reciclar, que no es lo mismo que reutilizar. Tampoco te dan
dinero por ello. Va a ser también la concienciación ecológica la que nos
lleve a desempolvar la vieja
bolsa de cuadros, pues dentro de poco tiempo no darán bolsas de plástico
“gratuitamente” en los hipermercados. Se va a apelar a la
concienciación medioambiental, pero como se sabe que es más efectiva la obligada concienciación por el ahorro las
bolsas de plástico se seguirán haciendo, sólo que a partir de ahora se
cobrarán. “¿Te callas o te doy un sopapo? ¿Qué prefieres? Ni se te
ocurra contestar. Tira pa’ casa”.
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