Ellos
decían que no, pero muchos pensaban que sí, que todas las derechas -a
excepción de la nacionalistas- estaban dentro del Partido Popular, el
cual no conseguía quitarse de encima el tufo de la más reaccionaria, que
en el caso de España llevaba la marca del nacional-catolicismo
franquista, era un hedor que les perseguía a pesar de los exquisitos
perfumes del alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón. En 2010 el
Partido Popular (PP) estaba en la oposición y en manos -es un decir- de
Mariano Rajoy. Era percibido como un hombre débil -un títere movido por
su predecesor Aznar-, con poca decisión, poco brillante, oportunista e
incapaz de dirigir su propio partido donde no faltaban las guerras
intestinas por desbancarle. Rajoy y los suyos no supieron -o no
quisieron- limpiar la escandalosa corrupción que salpicaba al partido un
día tras otro, al contrario: miraban para otro lado; o nos querían
hacer creer que eran objeto de extrañas conspiraciones; o empleaban todo
tipo de argucias para que la justicia no investigara.
Los
portavoces del partido, abruptos en las formas, las cuales cultivaban
más que el contenido, estaban siempre al acecho y a la más mínima
saltaban a los medios de comunicación para desprestigiar como fuese, a
veces rozando los límites de la ética y la ley -insultos, acusaciones,
ataques personales- a sus oponentes, principalmente socialistas y
nacionalistas. Este juego sucio y el desdén hacia la corrupción repelían
enormemente, pero no tenían otro. Es posible que dentro del propio
partido hubiese personas que renegaran del sello de “derechona”, que les
diese vergüenza la corrupción, que tuviesen aspiraciones más honradas,
abiertas y democráticas, pero nunca alcanzaban los puestos de mando.
La
política del partido carecía de proyecto. De ellos sólo sabíamos que
eran liberales en lo económico y represores e hipócritas en todo lo
demás. En la mayor parte de las autonomías donde gobernaban -o habían
gobernado- aparte de la corrupción, destacaba la privatización del
estado del bienestar, fuente de riqueza para empresarios y de desolación
para usuarios. En Madrid lo iban haciendo vigorosamente con la sanidad
pública y el mismo camino llevaban con la educación.
El
PP, a pesar de todo lo dicho, siempre ha tenido un público fijo,
incondicional, incluso fanático. Votantes que le garantizan el segundo
puesto tras las elecciones generales si hay mucha abstención, y el
primer puesto -gobierno- si los votantes de izquierda deciden castigar
al partido socialista. El PP gana si se debilita el adversario: Rajoy
era conocido como el hombre que podía sentarse tranquilamente a esperar.
Sólo había alguien capaz de esperar más, ése era Ruiz-Gallardón, con
tuneladora en mano y corte de faraón.