Había
una norma fundamental en la dictadura del capital: el derecho supremo
de los ricos a acaparar; se formulaba más o menos así: “Cualquiera tiene
derecho a enriquecerse”; como si todos partiésemos desde el mismo punto
de salida. Otra idea básica para entender la dictadura era: “Os
necesitamos para enriquecernos; nos sobráis para repartir el botín”.
Principio tan simplón y cruel inspiraba el espíritu del legislador. El
capital dictaba sus normas sobre los gobiernos nacionales que tenían que
hacer políticas encaminadas a pagar las deudas y a atraer la inversión;
siempre el dinero antes que las personas. Los gobiernos tenían los
siguientes deberes:
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Flexibilizar el mercado laboral, o sea, facilitar el despido del trabajador.
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Reducir el déficit, es decir, recortar el estado de bienestar.
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Hacer economías competitivas, esto es, reducir los salarios.
Los
derechos de los trabajadores, conquistados durante largas luchas
obreras, se podían limitar o anular según al capital le conviniese. Eran
unos derechos muy raros, flojitos, de quita y pon.
A través de los gobiernos nacionales o directamente el capital también imponía normas a cada sujeto. Nos exigía:
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No echar raíces: cambiar de localidad, país, lengua, familia en busca de oportunidades de trabajo.
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Reciclar habilidades: tus conocimientos y estudios ya no valen; haz otros.
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Competir a muerte entre nosotros: éramos capaces de convertirnos en chivatos o traidores por un cacho de pan. Capital, hijo de puta.
Si
no cumplías las normas, como en toda dictadura, tu vida era una tortura
diaria o acababas pereciendo de hambre y asco; pero, a diferencia de
otras dictaduras en las que el tirano es evidente culpable, en la
dictadura del capital el culpable es la víctima: un tonto, un inútil que
no sabe ganarse la vida.
A
algún listo se le ocurrió decir que “el que se adapta a las necesidades
del mercado, sobrevive”. Media vida o la vida entera pasábamos
adaptándonos, pero la teoría de la acomodación a las condiciones
medioambientales no era nada más que un engaño pasajero. La teoría de la
adaptación fue superada por la teoría de la selección natural en la que
sólo sobreviven los más fuertes. En el capitalismo igual, sobreviven
los más fuertes, los que traen innata una ventaja: por pertenecer a
familias ricas, por inteligencia o por destacar con alguna cualidad muy
apreciada en un momento concreto en el mercado. Los demás, pobres e
idiotas de nosotros, estábamos destinados a mendigar o, peor aún, a
desparecer.
No, algo no era verdad, no compartíamos el mismo punto de salida.