Una señora había preparado la chocolatada con leche,
cacao, azúcar, canela y clavo. Algunas mujeres y un hombre vinieron a
partir el panetón y a colocarlo en unas cajas para poder transportarlo
hasta el colegio donde se estaba celebrando la fiesta de Navidad. Las
gradas del pequeño anfiteatro estaban llenas de chiquillos, madres,
abuelas y perros. Teatro, villancicos, bailes sobre el estrecho y
alargado escenario. Actuaciones improvisadas, sin coordinar, chapuceras.
El cielo encapotado, contaminación y polvo en el aire. Un calor
insoportable. No tenía mucho sentido la chocolatada caliente, tradición
importada de los países ricos, países del Norte. En el descanso de la
función se comenzó a repartir junto al panetón. Navidad tropical, calor
del chocolate, sudor, sed. Agobiante. Se reanuda la función. Una
adolescente cierra el acto entonando una canción en una lengua indígena.
A través del altavoz se anuncia el reparto de regalos.
Una mujer rica había donado regalos para noventa niños. Se les llamó
por nombre y apellidos. Las criaturas se colocaron en fila para
pacientemente esperar su regalo, un regalo seguro. El resto de niños
permanecía en las gradas aguardando también la llegada de un regalo. Se
habían comprado regalos baratos para así poder repartir más, pero no se
había previsto -porque allí nadie prevé- que se presentaría toda la
comunidad.
Verano tropical, gris, asfixiante. Sudor, calor y mucha sed. Comienza
el reparto, ahora sin nombre ni apellidos. Cada monitor repartiría un
tipo de regalo: 1) para los pequeñitos (de tres a cinco años); 2) para
los niños; 3) para las niñas; 4) para los adolescentes. Era un orden
mínimo para que cada uno supiese en qué cola se debía poner. En los diez
primeros minutos del reparto todo va bien; mucho calor. De repente
comienza la avalancha y con ella el caos. Madres embarazadas que quieren
regalos para el bebé que portan atado a la espalda y para el que llevan
en su vientre. Pillines que se ponen en una cola y otra y otra
acaparando más de un regalo. Niños, que quieren un regalo como sea,
intentan cogerlos de las cajas. "Que esos regalos son bolsos para
chicas". "Da igual, para mi prima". Se los arrancan de las manos a los
monitores. Una ensalada de brazos, pisotones y cabellos revueltos cae
sobre los paquetes. Desde la megafonía se llama al orden, pero no se
consigue. Los que tienen su regalo y los que han comprendido que no lo
van a tener abren los depósitos de agua, beben de las mangueras, se
refrescan la cara en los charcos. Desmadre en todos los frentes. Un
monitor cae al suelo. Los chiquillos tiran de los regalos que están bajo
su cuerpo. Peleas, gritos, ferocidad. Las mujeres adultas compiten con
los niños para llevarse un mísero regalo. Algunos desprecian los cuentos
y los libros. Otros niños los recogen. Una niña llora desconsolada
sentada en la escalera. La monitora: "Ya no hay regalos.Ten estas
monedas y mi pañuelo". Un beso. Cesa el llanto, sonríe.
Calor, el cielo se ha despejado, sol de mediodía, al menos sopla el
viento. Todos se han marchado. Vasos de plástico manchados de chocolate,
envoltorios de panetón, papel de regalo por todas partes. Un desastre.
Consumismo, regalos sexistas, derroche de envoltorios, suciedad. La
organización no se ha partido la cabeza buscando otros valores. El
dinero viene de los ricos del mundo: Berlín, Madrid, Nueva York,
Toronto, Londres... Su dinero, el que usted donó de buena fe, sirve para
exportar nuestra barbarie. Por todo el planeta, el ansia de tener se
desata como un instinto capaz de desorbitar las pupilas e impeler a una
lucha encarnizada. Allí también, a pequeña escala, entre aquellos niños,
aquellas gentes. Regalos de Navidad: cebos de la maldita estupidez que
mueve el mundo.